El gesto esencial

 Hacer teatro con las entrañas, a como dé lugar. Desde un pueblo conservador como muchos del Oriente antioqueño, Tespys demuestra que se puede hacer un teatro diferente, radical. Y ahí están, veinticinco años después de sus inicios.

Por Eliana Castro Gaviria (ecastrogaviria@yahoo.es)

 “El hombre no puede carecer de una patria pequeña porque carecerá de antecedentes, de la amistad verdadera. Carecerá de lenguaje”.

La casa de las dos palmas, Manuel Mejía Vallejo.

Era 1974. En una casa antigua y de grandes jardines, Carlos Mario Betancur –cuando todavía era Carlos Mario, tenía cinco años y el pelo ni siquiera le llegaba a los hombros– hacía obras de títeres con su hermana todas las tardes después del colegio.

Ya nadie sabe quién es Carlos Mario Betancur en El Carmen de Viboral, ese pueblo a una hora exacta de Medellín, de calles empedradas y planas. Todo el mundo, por el contrario, sabe quién es Kamber: ese jovencito de ojos azules –lo más parecido a un Andrés Caicedo en estos tiempos, joven aunque pasen los años, como eterno– que con otro montón de mechudos, algo raros, devoradores de libros, tiene un grupo de teatro que parece haber existido desde siempre.

Es 2014, medio siglo después. Este es el último de los salones de una casa que pareciera menos antigua de lo que es. El salón está lleno de fotografías de todas las épocas y tamaños, de obras de teatro, de personajes que se besan, abrazan, pelean. En uno de los rincones hay cualquier cantidad de vestidos para señoritas de comienzo de siglo, pantalones para hombres cincuentones, telas brillantes y de paño. La casa fue, durante mucho tiempo, la Normal de señoritas de un pueblo conservador como todos los de este lado del departamento. En aquella época estaba custodiada por rejas, tenía dos patios en los que las señoritas recibían indicaciones y un aula múltiple con un escenario de madera en la que se hacían eucaristías y actos cívicos; tenía, por demás, los pisos siempre impecables y silenciosos.

Hasta que una tarde un monito recién llegado de la ciudad se presentó y le pidió a la Madre superiora un salón, cualquiera, podría ser ese de allá, en el segundo piso, en el rincón de la derecha, para ensayar dos veces por semana con un grupo de teatro que recién nacía. Nunca más el piso de esta casa volvió a parecer el mismo: ni impecable ni silencioso. Primero un salón para Tespys, luego otro salón para el Club de Jóvenes, luego la música, así que el Municipio terminó comprando la casa y fusionando la Normal con el Instituto Fray Julio.

Hoy, que llueve, la casa es muy distinta. Tiene más salones, tiene un gran jardín en todo su centro y un par de bancas para los visitantes, un cafetín, un museo y una sala de lectura. Tiene, ante todo, una sala de teatro con siete bancas de madera, con luces y escenario, de baldosas negras.

“Fue un día después de clase, en cuarto de primaria. Salimos temprano y me subí a un murito porque los de bachillerato estaban viendo una obra de teatro. Ahí supe que yo quería hacer lo mismo; me fui para la casa y les propuse a mi hermana y a un vecino que montáramos esa obra, justo era Volpone, y la escribí como más o menos la tenía en la cabeza. Así empezamos, jugando como niños”, dice Carlos Mario, Kamber por un juego de palabras de su nombre.

Más de 200 actores, 48 obras de teatro, tres giras internacionales, un Festival Internacional de Teatro, una Escuela de Teatro, una Red de teatro del Oriente antioqueño, otra de El Carmen de Viboral, La Carreta del teatro. “La vida nunca ha sido fácil para nadie en ningún momento”, dice Argiro, actor, director y profesor de Tespys, “y si uno se quedara a esperar que fuera fácil pues no haría nada”.

Los comienzos de los noventa no fueron fáciles en El Carmen de Viboral: el gran desplome de la industria local, la cerámica, y el contrapunteo con la loza china, el desempleo. En medio de todo eso la cuestión era sobrevivir, producir, comprar y vender, negociar. ¿Hacer teatro? ¿Teatro? Eso era un embeleco de los días de colegio.

Kamber había vuelto de estudiar en un seminario italiano de Medellín, tenía catorce años y culminaría el bachillerato en el Colegio Nocturno. Apenas regresó a su pueblo y como no obtuvo ni siquiera un papel secundario en alguna de las obras del grupo de teatro que tenía el colegio, decidió montar su grupo de teatro.

“Durante las vacaciones, diciembre del 87, ensayamos Sin voz pero con alma para estrenarnos justo el día del idioma en el colegio. Hacíamos obras incipientes, muy de protesta, con unas dramaturgias muy pichurritas. Teníamos ganas era de contar historias y crear personajes. Ese mismo año vinimos donde las monjitas, porque esta casa era una normal de señoritas, les pedimos que nos prestaran un salón, y nos quedamos hasta que se fundó esta casa”. Buscaron la te de teatro en el diccionario y en la misma página encontraron un nombre sonoro, corto y, por ende, bueno: Tespis, primer actor griego.

Fue en esa misma época cuando entre los límites entre Rionegro, La Ceja y El Carmen de Viboral hubo una Escuela de Oficios y Artes. Hasta allá iban los primos, Kamber y Fredy, porque el primero ya había convencido al segundo de que escuchara esto, leyera lo otro, Pink Floyd, The Wall, y ahora estaban en una tertulia literaria que dictaba Javier Naranjo –un tipo que sonaba mucho por esos días por el lanzamiento de un libro, Casa de las estrellas–. Como era obvio, el sueño de la Escuela duró poco más de un par de años. Cuando terminó, a Javier le pidieron que coordinara el Club de Jóvenes de El Carmen, una propuesta de una ong europea –Ason– que apadrinaba niños y jóvenes de escasos recursos.

“Nos reuníamos dos o tres veces a la semana, era una voluntad de comunicar, con el cuerpo, con la palabra, teníamos hasta un cuarto oscuro y escribíamos mucho; a ese grupo empezaron a llegar los de Tespys, que ya llevaban un par de años haciendo teatro”, recuerda Javier. Entonces, entre el Club de jóvenes liderado por Javier y Tespys con Kamber algo estalló. ¿Se imaginan? Un grupo de mechudos leyendo poesía, que apagaban las luces a las siete de la noche y prendían antorchas en esa casa tan grande, que salían por el pueblo y pintaban murales a mediodía. Y no, no eran días fáciles en El Carmen, y nadie sabía muy bien por qué se reunían todos esos jovencitos en aquella casa. Fue cuando empezaron a escucharse los sermones en la iglesia, en el periódico del pueblo y en esa sociedad de mejores públicas, rezandera y conservadora: ¿Qué hacen esos muchachos a las ocho de la noche? ¿Por qué apagan las luces? ¿Qué es lo que recitan?

El Club de Jóvenes, que después se llamó Savia Taller, no resistió el paso del tiempo. Pero Javier, que ya conocía el pueblo, que era gran amigo de José Manuel Arango, amigo de Tespys y del pueblo, asumió la dirección de la Casa de la Cultura que ya no volvería a ser la misma casa muerta, inhabitable.

“Ellos lo saben, a mí no me gusta el teatro… Pero hicimos todo lo que nos fue posible…”.

A Tespys llegaron casi todos por la misma imagen: la de una casa que no era la misma durante una época del año, de la que salían zanqueros, magos, hombres que echaban fuego por la boca. Todo era distinto, tenía color, tenía luces, tenía alma.

“Este fue uno de los pequeños rebeldes”, dice Isabel –amiga de la casa, carmelitana de corazón, periodista de la Universidad del Quindío– mientras señala a Fredy.

Fredy tiene una gata, Amarilla. Lo primero que hizo en Tespys fue quemar hojas de eucalipto en una cubeta para una obra que se llamaba Lágrimas de cerveza. Luego manejó luces, fue estatua y más tarde participó en casi veinte montajes: Fredy fue actor de Tespys por veinticinco años, el más antiguo hasta hace un año cuando dijo ya no más.

“Una vez, en un ejercicio, Kamber nos preguntó cómo representaríamos el momento de nuestro nacimiento. Esa fue mi razón para quedarme, porque nacer es una experiencia que queda en nuestra intuición, que es muy corporal y que cada quien representa diferente. ¿Qué es actuar? ¿Expresar mis sentimientos o los del personaje? El cuento de actuar lo vine a entender casi que al tiempo de retirarme de Tespys: hay que tener cierta dosis de demencia para estar en los zapatos de otro”.

A Argiro siempre le pareció todo lo contrario, que se podía emocionar, sí, pero “yo nunca he pensado que estoy metido en otro ni nada de esas vainas. Estoy, simplemente, disponiendo el cuerpo para ser otro”.

Argiro es ingeniero agrónomo, pero cualquiera que ve las plantas que hay en su casa podría pensar de todo, menos que es ingeniero agrónomo. Le gusta cantar, lo hacía en casi todos los homenajes de colegio hace treinta años. Cuando en 1990 llegó la convocatoria en el colegio para hacer teatro, no lo dudó porque “tenía urgencia de estar en un escenario, y el teatro era eso: la posibilidad de que me vieran y escucharan muchos”.

Pasaron 22 años para que su mamá lo volviera a ver actuar. La primera vez que lo vio hacer un personaje fue en Fantasmas tristes, una obra que Kamber había escrito sobre el pensamiento y la libertad. Nunca más volvió, “eran obras muy oscuras para un pueblo de los noventa. Antes no más venían los amigos de uno, de vez en cuando los papás de otros compañeros y los del club de jóvenes; ya es muy distinto”.

Todos llegan al cafetín, piden su tinto negro y se sientan a ver pasar los días: a leer, a payasear, a esperar los ensayos, a revisar las redes sociales del grupo. A contar todo lo que han visto en años y años de estar en la casa. Aleyda siempre estuvo al lado de Kamber. Incluso hoy, veinticinco años después, está. Ya no como actriz sino como administradora del grupo. Tiene un sueño frustrado: montar en zancos; lo intentó durante el primer Gesto Noble, con tarros, pero no pudo. En su familia son seis hermanos, cuatro contagiados por el teatro: un hermano mayor que vive en Italia, Flor, la hermana mayor, que en algún momento terminó –empíricamente– diseñando los vestuarios del grupo, ella y Kamber que los arrastró a todos, hasta a un par de sobrinos.

“Al comienzo éramos muchas mujeres, pero apenas íbamos creciendo se salían casi todas. A mí me dejaban viajar a veredas y a pueblos por Kamber, esa confianza se la ganó él que soñaba y materializaba cosas. Las obras de Tespys siempre han sido raras, no eran comedia ni costumbristas, aunque también teníamos algo de lo que era el pueblo por esos años”.

Desde hace veintiún años, en la tercera semana de julio el teatro se hace fiesta en las calles de El Carmen de Viboral. Desde el barrio Ospina hasta el parque principal. Los primeros jovencitos de Tespys, que no tenían más de quince años, sabían que además de hacer querían pregonar el teatro, compartirlo, aprender de la mano de otros, crecer juntos. Por eso, en 1993, organizaron el primer festival carmelitano de teatro. Las primeras entradas valían 300 pesos y el primer afiche costó cien. Al siguiente año, obviamente, no hubo, y al siguiente tampoco. Pero Kamber, que había estudiado filosofía, comenzó a conocer todo el cuento del teatro en Medellín, a hacerse de amigos, a participar en el Festival Nacional de Teatro y a involucrar gente que amara de veras el teatro. Entonces, después de mil batallas, de años en los que sí y otros en los que no, nació El Gesto Noble en 1999.

—Si usted le pregunta a cualquier carmelitano cuáles son las fiestas del pueblo le van a hablar de dos: las de la virgen de El Carmen y El Gesto Noble —dice Javier Naranjo.

Más de 200 actores han pasado por Tespys, las generaciones de las generaciones. Unos que se van, otros que regresan y otros que se quedan como fantasmas de un cuento que no va a terminar. Una tarde, hace cinco años, Santiago y Julián –los más jovencitos– iban rumbo a Medellín a montar en zancos y a echar fuego por la boca en las calles de Medellín. “¿Ustedes quieren tirar fuego por la boca? ¿Hacer malabares, montar en zancos? Montemos una comparsa”, les dijo Kamber, y así terminaron fue participando de la comparsa que año tras año abre El Gesto Noble.

Los dos tienen el pelo largo y la barba gruesa, apenas van por el cuarto de siglo. Julián tiene dos bandas de música, una de reggae y otra de metal. Ambos, si uno repara bien el árbol genealógico, son primos.

“El teatro tiene tantas posibilidades, tantos caminos. Cuando montamos Epitafio, por ejemplo, nosotros no sabíamos ni qué era un epitafio, teníamos como catorce años, y tuvimos que leer mucho sobre epitafios. Uno aprende todo el tiempo, por eso me quedé, porque teatro era saber todo el tiempo”, dice Santiago.

De lo que llaman segunda generación está Carlos Soto, también ojiclaro y alto, pero no mechudo. Hace veinte años, la mamá de Carlos era vecina de la de Kamber y el niño veía salir de esa otra casa zanqueros, gente muy bien vestida y maquillada, hombres raros. Quince años después entró a ver una obra de teatro durante un Gesto Noble, Oh Marinerio de El Matacandelas, “y yo dije quiero hacer eso, estremecer y estremecerme hasta el tuétano”.

Y está Gabrielito, cabello ensortijado y estatura baja. No ha podido hacer que su papá lo vea en escena, pero sí su mamá, su hermana y su sobrino que casi siempre está con él en los salones de esta casa. Está a tres materias de graduarse como docente: “En Tespys encontré mi lugar en el mundo. Aunque estoy definiendo muchas cosas, con el teatro voy a seguir literalmente hasta que me esté muriendo hambre. Por eso no me atrevo a irme, no soy capaz, y a veces llegan momentos de luz: todo lo que soy ahorita se lo debo al grupo, además puedo hacer muchas cosas. Tespys le debe mucho al Carmen, es nuestro hogar, nuestro territorio, nuestra fuente de inspiración. Sería bueno que el pueblo también le agradeciera al grupo la terquedad, la persistencia y el amor por un oficio, porque esto pudo haber desaparecido antes de tomar forma”.

Viajar, ir de un lado a otro, entre el polvo y la tierra de los camiones en plena madrugada, hasta los aviones y los barcos de los últimos años: “Una vez, por ejemplo, en los cañones del río Melcocho hubo un error en la programación y nos tocó empezar la obra tardísimo. Allá no hay energía eléctrica y la obra duraba casi dos horas, pero apenas oscureció la gente encendió lámparas y empezó a iluminar a cada personaje. Eso fue muy lindo”, dice Santiago.

Y así, como esa, hay anécdotas por montones, y cada una es más querida por unos que por otros. Anécdotas muy inocentes de hace veinte años, como la primera vez que Fredy fue a Caicedo con El Monte calvo y su personaje era un hombre cojo. Cuando acabó la función, un tipo corrió a tocarle la pierna: “Con que tenés ahí el pie amarrado, sinvergüenza. Mucho pillo”. O Argiro que todavía recuerda la vez que en Galería del amor a la actriz se le caía un libro y el actor debía recogérselo, pero uno de los campesinos se adelantó y le dijo ‘tranquila, mamacita’.

El teatro es teatro porque cada función es diferente; si no fuera así, sería cine. En canchas de fútbol, salones comunales, colegios, en dónde no se habrán presentado. Aunque, dice Elkin que el peor de los escenarios fue en Italia, más exactamente Verona, cuando presentaron Fausto en un bote de madera que todo el tiempo se movía. A Italia fueron más de un mes, 40 días con sus noches, llegaron porque una poeta, Dacha Marichini, los conoció durante un recital del Festival de Poesía de Medellín en el pueblo. Con el apoyo de la Gobernación, el Ministerio de Cultura y la administración municipal consiguieron los tiquetes que era lo único que necesitaban para pasearse cuarenta días por siete festivales de Italia. A Brasil llegaron por la Candelaria, que hace más de diez años es invitado fiel de El Gesto Noble y junto a una docena de grupos latinoamericanos montaron una de las escenas de El Quijote en la versión del maestro Santiago García.

Y están, por supuestos, los viajes internos: porque, bien dice Gabriel, la vida es un escenario donde todo el tiempo suceden conflictos. “Nuestra obra más importante es ser grupo, y estar más de 26 años, obviamente con gente que se va y vuelve. Lo artístico se aprende, pero ser capaces de estar juntos creando es más importante. A Tespys lo conocen y es porque hemos hecho cosas. Saben quiénes somos, saben que hacemos un festival con cariño. Ganamos becas de creación desde la provincia, premios nacionales y tenemos una sala concertada. Que al profeta no le creen en su tierra no, nosotros tenemos temporadas casi todo el año, por lo general hay mínimo 25 personas por función. Eso es muy raro. Los grupos que vienen de Medellín dicen cómo hacen, aquí siempre hay gente; gente de aquí”.

—Y también juntábamos camas, cogíamos las sábanas de mi mamá y las amarrábamos con cabuya, invitábamos a papá y a mamá, y ¿te acordás?: les dábamos agua de panela con leche —le responde Aleyda a Kamber antes de que él vuelva a recordar la historia de Tespys.

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